La manipulación como prostitución de las palabras




Vivimos tiempos de manipulación masiva. Auténticas campañas mediáticas, estrategias preparadas por enormes poderes visibles e invisibles a base de montañas de mentiras y trucos con el objetivo de mover los hilos de tal manera que los millones de marionetas que pretenden que seamos la gente normal y corriente, digamos, hagamos e incluso pensemos de la manera que ellos quieren. Se trata de distorsionar la realidad poniéndonos en los ojos de nuestro entendimiento las gafas que nos hagan ver la película que ellos desean que veamos.


Las formas de manipulación son innumerables: la mentira repetida mil veces hasta que nos parezca verdad, la ocultación de aspectos importantes de la realidad, la exageración de otros, los titulares tendenciosos, la descontextualización de lo que se cuenta, la sugerencia como reales o posibles de hechos que nunca tuvieron lugar, la creación de bulos, la utilización de una parte por el todo, la difamación más burda porque siempre algo queda…


Pero en este escrito me voy a centrar en otra forma de manipulación que quizás sea la más potente de todas: el manejo del sentido de las palabras de tal manera que se pueda corromperlas, prostituirlas, vaciarlas de contenido, hacerlas significar una cosa y su contraria… siempre en beneficio de una ínfima minoría. En política, la disputa del sentido de las palabras es imprescindible para quienes queremos conseguir la hegemonía cultural y política frente a la manipulación masiva que recibimos por la educación, los medios y la cultura en la que estamos inmersos. Y digo que es imprescindible, porque sin lograr esa hegemonía no puede haber cambio y mucho menos podremos mantenerlo. Un claro ejemplo de esto es el término “impuesto”, que en la actual cultura neoliberal está asociado a “robo a mano armada por parte del Estado” y a “veneno para la economía”; de ahí que les sea fácil argüir que cualquier subida de impuestos es mala, aunque sólo afecte a una parte pequeña de la población, la que debería ser mucho más solidaria y contribuir a hacienda bastante más de lo que hace actualmente.


La posibilidad de la disputa del sentido de algunas palabras claves en el ámbito político se acrecienta en los momentos de profunda crisis social y política como el que nos encontramos. Así, hoy es más fácil desenmascarar y denunciar que el sacrosanto término “libertad” lo han restringido a la libertad de mercado o a la libertad de movimiento de capitales, mientras cada vez tenemos menos libertad de movimiento de personas –recordemos a los refugiados-, o menos libertad de expresión y de acción colectiva –la ley mordaza como ejemplo-, o de decisión en muchos ámbitos de la vida de amplios sectores de población por falta de medios económicos para ello. Otro término que han prostituido es el de “igualdad”, que se asocia ahora fundamentalmente a la igualdad de oportunidades para competir personas que parten con una enorme desigualdad de origen, capacidad y posibilidades; la igualdad de resultados ha quedado desaparecida en combate. O el término “justicia”, que se ha reducido prácticamente a sentencias de tribunales, muchas veces muy discutibles por la gran parcialidad de las mismas o por la gran influencia que tienen en los procedimientos y en los resultados de los mismos los recursos económicos e influencias de las personas implicadas; el sentido filosófico de justicia, incluso de las propias leyes, casi está desaparecido. O la perversión del término “democracia”, cuando de significar “el gobierno del pueblo” ha pasado a limitarse a un régimen electoral manipulado por las élites para favorecer su dominación, sin prácticamente más participación popular que unas elecciones cada cuatro años, teledirigidas y sumamente condicionadas por la desigualdad de recursos y por unas leyes electorales injustas.


Se podría seguir con el término “izquierda”, que ha perdido prácticamente su sentido original de lucha por la equidad y la solidaridad –además de la libertad- y ha pasado a significar fuerzas políticas que se alternan en el poder con los partidos de derechas sin que difieran sus políticas apenas en aspectos socioeconómicos fundamentales. O con el término “progreso”, que se ha quedado limitado a los aspectos más relacionados con la técnica o el crecimiento económico y ha perdido su sentido de mejora o superación de la condición humana en todos sus sentidos y extensión; hasta el punto de que, mientras la mayoría de los occidentales consideran que durante los últimos 40 años se ha producido un gran progreso, la realidad es que ha tenido lugar es una enorme regresión de derechos, de reparto de riqueza, de solidaridad…, de justicia social en definitiva.


Quiero terminar con un término muy manoseado últimamente y vital para el futuro de mucha gente: “el cambio”. Llevamos ya tres meses oyendo frases como “fuerzas del cambio”, “programa del cambio”, “gobierno del cambio”… para referirse a la posibilidad de un gobierno basado en el famoso acuerdo entre PSOE y Ciudadanos. Es un ejemplo clave de la manipulación del término (con artículo incluido), porque quienes lo están utilizando machacona y cínicamente quieren hacer ver a la gente que el cambio político y social sólo se tiene que limitar a que no siga Rajoy; aunque sigan las políticas socioeconómicas neoliberales que se han aplicado en las dos últimas legislaturas, así como gran parte de las políticas de regresión democrática y de agresión ecológica del gobierno del PP. Coincido con Santiago Alba Rico cuando dice que el cambio que necesita la sociedad actual debe ser revolucionario en lo socioeconómico (economía al servicio de la gente en lugar de que la gente esté al servicio de la economía como ahora), reformista en lo político-institucional (mediante la inyección de mucha más democracia) y conservador en lo antropológico (poniendo límites a la sinrazón de la expansión capitalista). Un significado muy diferente del que nos sugieren reiteradamente PSOE y Ciudadanos cuando se refieren a un cambio de caras y a algunas medidas en el ámbito político, muchas de ellas de maquillaje.


La disputa por el sentido de todas estas palabras y de otras muchas más forma parte de la lucha política y cultural que deberemos llevar a cabo si realmente queremos cambiar de verdad la deriva que las élites en el poder han imprimido a la sociedad actual. Una tarea enorme y muy desigual, pero absolutamente necesaria. Es fundamental que estemos alerta, que no aceptemos el significado que esas élites dan a las palabras en su propio beneficio y que les disputemos la hegemonía cultural y política recuperando el sentido que más favorece a la mayoría social.

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