Los muertos en el armario de los medios de comunicación



A cuenta del brutal ERE de El Mundo, de las críticas de Pablo Iglesias al trato que recibía Podemos por parte de la prensa, personificadas en un redactor de ese mismo medio con el que luego se fundió en un conmovedor abrazo, y de la reacción de Juan Luis Cebrián a las informaciones que vinculan a su entorno más íntimo a sociedades offshore y a él mismo a la petrolera de un amigo, se ha vuelto a poner de moda hablar del periodismo y de los medios de comunicación, si es que a estas alturas puede mantenerse que ambos conceptos existen tal y como se conocieron en tiempos.

Antes de que sigan leyendo es conveniente advertir de la conveniencia de tamizar todas las opiniones que reciban sobre el asunto, ésta incluida, especialmente si quienes las formulan tienen o han tenido alguna relación con el oficio o sus protagonistas. Por regla general, cada medio que saca a pasear los muertos que sus competidores tienen en el armario poseen su propia guardarropía con sus cadáveres correspondientes, y de ahí que aquella expresión de que el perro no come la carne de otro perro fuera en su día casi una ley de oro, derogada en gran parte recientemente. Como de los fiambres de aquí ya habrán recibido en otros lugares cumplida información o desinformación, que de todo ha habido, se me permitirá pasar por alto esa parte del cementerio.

Como descargo por este requiebro valga esta reflexión que en La conquista de la felicidad hacía Bertrand Rusell sobre una profesión periodística descreída y prostituida, que combatía con cinismo su sometimiento a la política de sus respectivos medios: “No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos, porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de la felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo”. Rusell, todo hay que decirlo, no conocía esta crisis, ni las hipotecas, ni lo mucho que comen los niños hoy en día y lo caros que están los colegios. De ahí su consejo.

Pero vayamos por partes. ¿La prensa está en crisis? Desde hace tanto tiempo que sigue resultando válido lo que un servidor decía hace ya 11 años. “En el origen del problema se encuentra la extinción casi completa de los empresarios tradicionales de medios de comunicación. Salvo contadas excepciones, los propietarios han renunciado a creer que sus empresas pueden constituir un negocio en sí mismas y desconfían de que la venta de información de primera calidad sea rentable. Para remediarlo, han transformado sus diarios, sus emisoras de radio y sus televisiones en instrumentos de otros fines empresariales, que inexorablemente pasan por obtener la prebenda del poder político de turno. La verdad no se busca sino que se alquila al mejor postor”.

“En consecuencia, los proyectos intelectuales e ideológicos han sido sustituidos por simples maquinarias conspirativas, cuya auténtica dimensión se muestra en relación con el poder. El medio adulará o azotará, clamará o callará, alertará del fin del mundo o describirá el paraíso, según convenga. Despojados de su función social primigenia, los periodistas son peones que han puesto su libertad de expresión en almoneda, mientras contemplan embobados cómo se pisotea otro derecho más relevante: el de una sociedad libre a estar informada, incluso de los desmanes de ese grandilocuente y caricaturesco cuarto poder”.

Por si esto fuera poco, los medios –y esto ya no es un refrito- han planificado su propia autodestrucción y en su intento por no perecer y mantener la audiencia han banalizado tanto sus contenidos que hoy, en el caso de la prensa escrita, no hay manera de distinguir el Hola de un serio y sesudo diario de información general. La huida hacia delante ha llevado además a una concentración insensata que a las primeras de cambio ha estallado y ha reventado las cuadernas. Los grandes transatlánticos se van a pique.

Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en El Mundo, cuyos trabajadores se enfrentan a una criba desgarradora, no menor de la que han venido sufriendo en los últimos años con un silencio atronador. Se han escrito sobre este asunto artículos muy sentidos, alguno de dentro de la casa, donde se recuerda una dignidad que aunque fuera en pequeñas dosis hubiera venido muy bien a sus autores en episodios similares.


El drama laboral de El Mundo se ha soslayado en parte por el descubrimiento de Pablo Iglesias de que la prensa manipula, y aunque se haya enterado bastante tarde hay que darle toda la razón. Algunas de las reacciones histéricas y corporativas que se han sucedido tras su revelación han sido muy parecidas a las que tuvieron lugar cuando varios diputados de ERC se encadenaron a las puertas de la Cope para pedir su cierre.

Eran aquellos tiempos de Losantos en los que la emisora podía despotricar contra todo lo que pareciera rojo, nacionalista o gay. Los destinatarios de sus abyecciones debían ensanchar sus tragaderas y renunciar a exigir la revocación de sus licencias o la destitución de los insultadores profesionales que manejaban sus micrófonos porque ello atentaba contra una sacrosanta libertad de expresión que se negaba a los demás.

Pues sí, en efecto, la prensa manipula pero también hay que reconocer que no es un vicio onanista que practique en solitario. ¿Puede sostener Iglesias, y con él la inmensa mayoría de la clase política, que nunca ha tratado de influir en esos pobres redactores sometidos a la dictadura de sus empresas para que modificaran sus crónicas o sus titulares? ¿Existen de verdad de la buena políticos sin mácula y libres de pecado para lanzar piedras sin remordimientos?

Llegamos finalmente a Cebrián, a su decisión de querellarse contra tres medios –La Sexta, El Confidencial y eldiario.es – por haberle relacionado con los papeles de Panamá, y ya de paso prescindir como colaborador de la Ser del director de este último medio y prohibir a sus redactores acudir a La Sexta como tertulianos. Todo muy lamentable y muy torpe, ya que es de suponer que entre sus objetivos no estaría convertir a Ignacio Escolar en otro mártir de la libertad de expresión, que ya llevamos unos cuantos. A Escolar, por cierto, le ha recordado Carlos Carnicero la defensa que hizo de la libertad de empresa cuando éste fue removido de la Ser y aun siendo situaciones no comparables es de suponer que le haya escocido.

La reflexión más interesante sobre este particular puede leerse en elespañol.com, el medio digital de Pedro J. Ramírez, apóstol y mártir por excelencia de la libertad de expresión, en un suelto de opinión sin firma titulado “Cebrián, censor de sus oscuros negocios”. El artículo sería irreprochable si no fuera porque cada uno de los pecados que atribuye a su archienemigo Cebrián encajan como un guante en periodista tan distinguido y con casa tan elegante y colorida.

Dice el artículo que Cebrián ha convertido un asunto “estrictamente personal encasus belli corporativo”, y sería una verdad incontestable sino fuera porque el apóstol hizo lo mismo para defender su piscina ilegal en Mallorca o sus obsesiones manicomiales sobre el 11-M. ¿Esta capacitado para criticar censuras el único periodista condenado por el Tribunal Constitucional por coartar la libertad de expresión de uno de sus periodistas, Francisco Frechoso, al que impidió acudir a tertulias porque en una de ellas había relatado la vergonzosa actitud de la dirección de El Mundo en una huelga general? ¿Tiene derecho a hablar de vulneraciones de códigos éticos quien usó información privilegiada para comprar a bajo precio acciones de su diario para revenderlas poco tiempo después con un tremendo beneficio?

Con estos fragmentos y con los que lea en otros sitios deberá el lector hacerse una idea cabal del estado de la prensa y de los periodistas, que como se ha dicho aquí hacen tres comidas diarias o lo intentan. Si conocen algún trabajo respetable, háganmelo saber.


Pese a mi insultante juventud, llevo más de veinte años juntando letras, posiblemente porque nunca he sabido hacer otra cosa. 
En Diario 16 me enseñaron el oficio y en El Mundo lo puse en práctica. En ese tiempo aprendí todo lo bueno de esta profesión y todo lo malo, que no es poco. En El Confidencial me hicieron adjunto al director y me dejaron opinar. Y más tarde, en 20 Minutos me puse a perseguir políticos hasta que se acabó el dinero.
He escrito dos libros, pero para hacer todo en la vida me falta tener un hijo y plantar un árbol. De momento, voy ensayando con macetas. Hay cosas que, como Bartleby, el escribiente de Melville, preferiría no hacer. Pero esa es otra historia.

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